Título: UNA SOLA CARTA
Extensión: 11 páginas.
Género: Valores-contemporáneo
Autor: Rafael Alcolea Harold
UNA SOLA CARTA
Tan sólo me faltaba una casa, y
terminaría al fin mi jornada laboral aquella mañana. Aceleré el paso por las
estrechas callejuelas que me separaban de mi libertad, saltando sobre los
viejos y castigados adoquines por la lluvia y las heladas. Mi medio de transporte
habitual: una vieja y abollada Vespa amarilla, no sobreviviría a semejante
castigo.
La
tierra ya se había sacudido levemente durante la pasada madrugada. Algunos
vecinos de la capital ni se percataron del temblor. Estaba sudoroso, nervioso a
la par que preocupado por la situación en casa. Debía entregar aquella carta y
volver a casa de inmediato.
El
pueblecito estaba situado a unos mil metros de altitud, no tenía más de
quinientos habitantes, y por lo tanto las principales compañías de teléfono habían
desestimado la colocación de antenas para mejorar la señal. Por lo tanto no
había mucha cobertura. Casi siempre debía esperar a bajar hasta Villar del
Campo, para poder realizar o recibir llamadas. Miré el teléfono y seguía sin
ninguna raya de cobertura. Si Ana me llamaba se toparía con la grabada voz de
la operadora recordándole que su marido estaba aislado de la sociedad, y que en
esos momentos no podría ayudarla por mucho que él se empeñara.
Mi
nuevo smartphone era un inútil artilugio en medio de tan rústico panorama.
Agradecía la sensación que producía el sol sobre mi cara. El aire frío de
finales del otoño, era contrarrestado con un calor acogedor que me empujaba a
seguir con mi tarea. Por otra parte, odiaba la sensación al llamar a una casa, y
presentarme sudando por cada poro de mi cuerpo; las personas me miraban a
menudo pensando —pobre pardillo, está chorreando—, yo disimulaba mientras el
cliente firmaba el recibí, para enjugarme el sudor en la manga de mi camisa;
esperando aquel vaso de agua fresca que rara vez me era ofrecido.
Precisamente
aquella casa estaba situada al final de la última calle del pueblo. En aquel hogar vivía una pizpireta abuelita, que
siempre se alegraba de verme. Pero aquel día no podía entretenerme y hablar con
ella; tenía que estar en casa cuanto antes. Al girar por la esquina donde se
encontraban las viejas casonas medio derruidas por el paso del tiempo,
contemplé los destrozados tejados y las podridas vigas que se asemejaban al
esqueleto de un gran animal extinto. Me preguntaba quién habría vivido allí, o
qué historias habrían ocurrido en aquella casa. Solo esperaba que hubiesen sido
felices.
Sin
darme apenas cuenta llegué hasta la mismísima puerta donde debía dejar la
carta. El enorme portón verde carruaje me devolvió a la realidad; olvidé
entonces la historia de los demás para centrarme en la mía propia. Llamé hasta
tres veces, por si la anciana no me oía; tal vez estuviese con alguna visita,
aunque solía estar sola. Finalmente, cuando estaba girando sobre mis talones,
la entrañable ancianita apareció a través del marco de la puerta.
—
¡Buenos días hijo! — Exclamó la anciana abriendo el portón con dificultad. La
mujer al verme sudoroso, me hizo un gesto para invitarme a pasar y beber un
poco de agua. Yo decliné la invitación, pues debía volver cuanto antes, no
sabía qué me encontraría a mi regreso.
—
No se preocupe María. Le traigo una carta. —Le informe mostrándosela. La mujer
casi sin mirarla, me introdujo dentro de la casa sin aviso.
—
¡Gracias hijo! Eres muy amable trayendo la carta hasta aquí. Será del banco. Yo
no entiendo de números así que déjala por ahí en cualquier parte. — Dijo de
manera lastimera para conmoverme y que se la leyera— ¿Serías tan amable de
sentarte y descansar mientras bebes un gran vaso de agua fresca? — Preguntó.
Consiguió
conmoverme, y accedí a su invitación. Miré el reloj de soslayo cuando se dio la
vuelta, no quería ser descortés. Eran las dos menos cuarto. El móvil seguía inoperativo, no había llamadas de casa, ni
cobertura. Al entrar en la casa, me sentí tele transportado a otra época. La vieja máquina de
coser SINGER presidía el recibidor, acompañada
por una enorme radio antigua, flanqueados a su vez por innumerables maceteros vacíos que poblaban todos los
rincones. Le había gustado mucho la jardinería, pero ya no tenía fuerzas para
cuidar a tantas plantas. La seguí hasta donde me dijo que guardaba celosamente
todos los recibos del banco: su dormitorio. Para llegar a la estancia, debíamos
atravesar la inmensa cocina, desproporcionada para una sola persona. La anciana
me miró y comprendió mi asombro al ver la habitación.
—
Aquí comíamos quince personas todos los días: mis padres, mis trece hermanos y yo. — Dijo como justificando las dos altas
filas de sillas de anea, apiladas junto a la jaula de un viejo y rechoncho
canario anaranjado. El pájaro, único compañero de la anciana, saltó de lado a
lado en su estrecha jaula nada más verme. Se notaba que el animal estaba emocionado al haber sido
alterada su monótona rutina diaria.
La
anciana se detuvo frente al impasible botijo colocado sobre un plato de barro
cocido oscuro. Su sobrio color beige estaba salpicado con un par de adornos
multicolores hechos de ganchillo. Agarré el botijo y bebí varios tragos largos
hasta que tuve que detenerme para respirar y así poder continuar bebiendo. Miré
el reloj de nuevo, necesitaba saber qué estaba pasando en casa. Tenía que
levantarme y marcharme de inmediato. Con suerte sólo tardaría cinco minutos en
escucharla. Entonces podría salir pitando pueblo abajo hasta donde se
encontraba la moto. Si agobiaba el motor de la Vespa podría estar en casa
veinte minutos más tarde.
Una
vez hube acabado el agua la acompañé a depositar la carta en el dormitorio, situado
junto a la cocina. Era la primera vez que accedía a un dormitorio desde la
cocina; la aleatoria distribución de la casa se debía sin duda a la ampliación
de las estancias conforme la familia había ido aumentando. Al entrar al
dormitorio me detuve a contemplar el escaso espacio de pared que quedaba libre
debajo de tantísimos cuadros y retratos. Había miembros de la familia de
diferentes generaciones: las más recientes de los nietos eran a color y estaban
enmarcadas en marcos más modernos; las más antiguas eran aquellas fotos en
blanco y negro con el borde arrugado por el paso del tiempo. De inmediato pensé
en cuánto tardaría yo en quedarme dormido por culpa de tantísimos ojos
observándome al irme a dormir.
De
repente sentí que me mareaba, pero al mirar a la anciana apoyarse sobre su cama
mientras se tambaleaba, deduje que no era cosa mía; se trataba de otro temblor
de tierra. Me dispuse a ayudarla a sentarse, pero antes de que pudiese
alcanzarla, un tremendo ruido y un desgarrador crujido, provocó que casi todas
las botellitas de colonia y demás objetos colocados en la centenaria cómoda del
dormitorio, fuesen cayendo al suelo como a cámara lenta.
Muchos
cuadros comenzaron a desprenderse de su mohosa alcayata para terminar rompiéndose
contra la solería. Intenté refugiarme bajo el quicio de la puerta, como había visto en cierta película sobre
terremotos, pero antes de alcanzarla; el techo comenzó a desprenderse mientras
la sacudida empezaba a ser más fuerte. Dos enormes vigas cayeron sobre la
entrada de la habitación, bloqueándola. Después oscuridad, polvo, lamentos y
frío.
—
Señora, ¿se encuentra bien? — Pregunté a ciegas —. No hubo respuesta. Volví a intentarlo.
Una vez más, silencio. Me acordé que tenía una pequeña linterna que funcionaba
con energía cinética en mi bolso de cartero. Al iluminar la estancia comprobé
que parte del piso superior de la casa se había desplomado sobre el dormitorio
y la anciana, creando una especie de muro divisorio entre los dos.
— Pobre mujer —Pensé.
Yo
tan solo me había golpeado en un hombro y la espalda, pero podía moverme.
Alumbré a través de una oquedad del nuevo muro de escombros, y vi su cuerpo;
movía una mano levemente. Estaba recostada sobre parte del colchón, en el
suelo. Parecía que seguía con vida. Al recorrer su cuerpo con el haz de luz,
comprobé que estaba sepultada bajo un montón de escombros.
—
María, ¿puede escucharme? —vociferé. Miré mosqueado al móvil que seguía sin
cobertura. Grité pidiendo ayuda, pero no obtuve respuesta.
—
Hijo — escuché un débil susurro que provenía de la mujer.
—
¡Estoy aquí! No se preocupe, enseguida vendrán a rescatarnos. — Le mentí.
—
La anciana parecía estar malherida, y a pesar de estar quieta, no podía dejarla
dormirse; sería terrible si perdía la consciencia.
—
María, mientras nos rescatan, ¿por qué no me cuenta algo de sus hijos? —
Sugerí.
—
Tengo cuatro — respondió con un hilo de voz.
—
¿Vive usted aquí sola, o con sus hijos? — Le pregunté para saber si alguien
tenía que volver a casa, y así pudiese encontrarnos.
—
Sí hijo, sola, muy sola. Mis hijos viven en la capital. Allí tienen sus vidas.
—tragó saliva para continuar hablando—. El mayor es médico, la segunda trabaja
en un banco, y los dos pequeños son profesores. Pero todos viven lejos. Están
muy ocupados.
Traté
de mover algunas piedras para acceder a ella. Aunque no podríamos salir de
allí, por lo menos intentaría hacerle ver que no estaba sola. Al mover las
piedras, las superiores caían, varias de ellas se desparramaron cerca de mis
pies, que casi fueron espachurrados. Pero ese pequeño desprendimiento hizo que
el hueco por donde podía ver a la anciana se ensanchara, proporcionándole más
oxígeno a la mujer.
—
¿Siempre ha vivido aquí en esta casa? —pregunté.
—
Sí hijo siempre. Bueno mejor dicho: casi siempre. Durante la guerra civil
tuvimos que cerrar esta casa, que me dejó mi padre en herencia, y emigrar hasta
Barcelona. —dijo tosiendo.
— ¿De veras? — Pregunté animándola a continuar
hablando— Estaba usted en el bando equivocado. ¿No?
—
Bueno, yo nunca entendí de política. Mi marido sí era más de esas historias.
Mis preocupaciones eran diferentes: lavar la ropa junto al río, acarrear agua
para las bestias, y criar cuatro diablillos. —dijo dolorida tratando
inútilmente de incorporarse.
—
¡Quédese tendida y quieta! — Le supliqué— imagino que su vida sería muy dura.
—
Y que lo digas. Mi marido fue barbero y tuvo que hacer de tripas corazón para conseguir algo de dinero o comida. Los
domingos se iba al campo donde los señoritos cazaban, para ver si podía pelar a
alguno. A veces no le pagaban, otras veces le daban un par de liebres mal
matadas. El pobre mío me duró muy poco, a los cuarenta y tres años sufrió un
infarto. No me quedó más remedio que sacar a mi familia adelante yo sola. Con
treinta años quedé viuda, y aunque hubo mucho listo que quiso aprovecharse de
la situación; pude encontrar trabajo en la capital, gracias a una prima lejana
que trabajaba en una partería. Allí vi de todo: muchachas pobres obligadas a
entregar a sus hijos para que fuesen adoptados por familias ricas, abortos
ilegales, incluso a mujeres que les robaban a sus hijos y les decían que
estaban muertos. ¡Unos sinvergüenzas! Yo no tuve más remedio que aguantar y
callar como tantas hemos hecho siempre.
La
anciana volvió a quejarse de dolor, estaba claro que su situación empeoraba.
Intenté encender y apagar el móvil, pero no había manera de coger señal.
—
María, no se preocupe pronto saldremos de aquí. —Volví a mentirle.
—
No importa hijo, yo ya estoy en paz con la vida. Ya he hecho todo lo que
quería, he tenido el cariño de los míos, he tenido hijos y nietos. ¿Y tú?
¿Tienes hijos? Da igual, al final te vuelves un estorbo para ellos. Tú que
sacrificaste todo por ellos, y ahora solo les pides algo de cariño y compañía.
Tienen sus vidas, su trabajo y familia; las actividades de los nietos. Uno
estudia piano, quinto curso… las reuniones con los amigos; y la madre es lo
último de lo que se acuerdan. Siempre con prisas de aquí para allá, para estar
en todos lados y en ninguno en particular. Eso no es vida. Siempre que vienen
están pendientes del reloj, creen que no les veo. Encima estoy muy mayor para
cuidar a los nietos, así que no les sirvo. Pienso que no es bueno llegar a
vivir tantos años, te evitarías ver según qué cosas… Normalmente olvido los
últimos momentos con ellos y recuerdo cuando mis hijos eran pequeños, y estaban
siempre aquí, conmigo. Sé que no les veré más, ¿les dirás que les perdono? Siempre
los querré a pesar de todo…
—
No diga usted eso, María. Verá como salimos de esta. Sus hijos la quieren a su
manera, no tienen la culpa de vivir el tiempo que les ha tocado. — Los
justifiqué, acordándome de mis propios padres, a los que llevaba más de un mes
sin visitar.
—
No importa, de veras que no me importa. Les quiero a todos y siempre los
querré, no importa lo que se acuerden de mí. A un hijo se le quiere por
siempre; a unos padres… no sé. ¿Tienes hijos?
Iba
a responderle, cuando un ruido del exterior apagó mi respuesta. Había alguien
fuera.
—
¿Hay personas dentro de la casa? — Preguntó una voz ronca y masculina.
—
Sí. — Respondí emocionado. Volví a repetirlo con todas mis fuerzas, por si
acaso no había escuchado la primera respuesta—. Hay una mujer gravemente
herida, es muy mayor. ¡Dense prisa! ¡Hay heridos!
—
De acuerdo, soy del cuerpo de bomberos, no se preocupe en seguida les sacaremos.
No mueva a la herida. — Advirtió el hombre. Quise gritarle que no podía
acercarme a ella, pero ya se había ido en busca de ayuda.
—
¡Qué regalo tan maravilloso! — exclamó la anciana, que ya empezaba a delirar.
Su
voz era cada vez más débil, apenas un susurro — No se va a marchar, ¿verdad?
—
No se preocupe María, estoy aquí, a su lado. —Repetí. Si al menos pudiera
cogerle la mano, para que supiese que no me iba a despegar de su lado—. No la
voy a dejar sola, ya ha pasado lo peor.
—
Dígale a mis hijos que los quiero mucho… no olvides decírselo siempre a tus
propios hijos. No lo olvides… gracias por estar aquí conmigo… no te vayas.
Los
bomberos tardaron más de hora y media en rescatarnos de entre los escombros
causados por el terremoto. Para cuando llegaron hasta la anciana, llevaba ya
más de media hora que no respondía a mis preguntas. Yo solo esperaba que
hubiese perdido el conocimiento. Finalmente, los bomberos llegaron hasta su
cuerpo inmóvil. El gesto inequívoco del sanitario al trastear junto a su
cuerpo, me confirmó que la anciana había fallecido.
Con
lágrimas en los ojos salí al exterior. El sol ceniciento de la tarde fue
suficiente para cegarme por un momento. El aire limpio, libre de polvo despejó
mi mente, pero no el alma, aturdida todavía por la pérdida de aquella buena
mujer. Conforme iba saliendo de la casa, en lo que quedó de la entrada, tropecé
con un papel. Era una carta. Me agaché para desenterrarla de los escombros;
sacudí el polvo y comprobé que era la misma carta, la que había ido a llevarle
a aquella mujer. Instintivamente miré el remite, para intentar devolvérsela a
su propietario; María Gómez Fuentes. Cuál fue mi sorpresa pues el remite era la
misma mujer que había fallecido.
Entonces
comprendí que la anciana había estado escribiéndose cartas todos estos meses,
para acabar con su soledad y monotonía; al igual que el pajarillo de la cocina,
se sentía sola, enjaulada y abandonada. Aquellos momentos en que yo le
entregaba las cartas, y ella me ofrecía un trago de agua, o me preguntaba por
mi familia; habían significado mucho para aquella mujer. Le habían hecho sentir
que era alguien, que seguía existiendo
para alguna persona. De esta manera tan triste y macabra, me había enterado de
su amarga realidad. Al menos no había muerto sola, pensé; en parte, para
quitarme culpa de mis espaldas. En este tiempo, tampoco me había dado cuenta de
lo triste y sola que estaba. Ni de cómo se le iluminaba el rostro, cuando me
veía subir la cuesta con mi cartera, sentada al solecito en su humilde butaca
colocada justo en la entrada de su casa. ¿Era eso lo que nos esperaba? —Me
pregunté— después de tantas vivencias, amigos, amores, hijos, familias. ¿Era
eso lo que nos aguardaba, la triste y resignada soledad?
—
¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llame a alguien?— Preguntó un policía.
Debían
ser más de las siete, Ana debía estar al borde de un ataque y preocupadísima.
—
¡Necesito un teléfono! — Dije sin casi mirarle a la cara. Estaba terminando de
decirlo, cuando mi propio teléfono móvil sonó—. ¿Diga?
—
¡Carlos! Soy yo Ana. ¿Estás bien? — preguntó mi esposa al otro lado de la
línea. Parecía extrañamente relajada— Ha sido por culpa del terremoto, ¿verdad?
—
Si cariño, no te vas a creer lo que me ha pasado…
—
Algunos temblores he notado, créeme mi vida. — Dijo, mientras escuchaba de
fondo las voces de otras personas en el lugar donde se encontraba.
—
¿Has roto aguas? — Pregunté nervioso.
—
Carlos… has sido padre a las seis y media. — Anunció mi esposa. No podía
creerlo, me había perdido el nacimiento de mi primer hijo, después de tanta
espera.
— ¿Estáis bien?
—
Sí, no te preocupes. Todo ha ido francamente bien. Pero adivina qué… no ha sido
un niño como esperábamos. ¡Carlos, eres padre de una preciosa niña!
Precisamente tengo a mi lado a la enfermera, preguntándome qué nombre le
pondremos, teníamos claro el nombre para un varón, pero ahora… no sé…
—
Dile a la enfermera que la niña se va a llamar María, y será la niña más
querida y amada del mundo entero. Voy para allá, luego te cuento el porqué de
ese nombre. Te quiero.
Cuando
estaba subiendo al coche patrulla que me acompañaría hasta el hospital, escuché
decir en voz alta al sanitario que estaba reconociendo a la anciana en una
camilla. — Hora de la muerte: seis y media—.
Miré
hacia atrás una vez más, y tuve la certeza de que los valores en mi vida iban a
cambiar.
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